sábado, 22 de noviembre de 2014

La guerra de los indios invisibles





Quien más y quien menos ha oído hablar de Gerónimo y su partida de 100 guerreros chiricauas y del conflicto que mantuvieron con el ejército de los EE.UU. a fines del siglo XIX. Muchos creyeron que fue la última guerra india desde que Colón plantó los reales en La Española, en 1492; se equivocaban, porque otros pueblos han resistido al invasor después de que lo hicieran los apaches. El último de estos pueblos es el huaorani, dos de cuyos clanes, los tagaeri y taromenane resisten en las selvas del este ecuatoriano, en un extenso territorio que abarca partes del Parque Nacional Yasuní, en las provincias de Pastaza y Orellana. Son pueblos en aislamiento voluntario y atacan con sus temibles lanzas de chonta a todos aquellos que violan su territorio.




Un hombre perteneciente a los huaorani de comunidad Bameno, caza un pecarí (Foto: Miguel Gutiérrez).

En realidad, su ferocidad responde a las continuas agresiones que sufren del hombre “civilizado”. En 1987 la muerte del Obispo Alejandro Labaka -que trató de interceder entre las petroleras y los miembros de esta tribu por el bien de todos- a manos de los tagaeri atrajo la atención mundial sobre el problema. La opinión pública obligó, por fin, a implicarse al Gobierno de Ecuador, que creó las zonas protegidas para que los indígenas pudieran vivir en paz. En 1999 se crea, bajo decreto ejecutivo, la Zona Intangible dentro del Parque Nacional Yasuní. Se trata de una extensa zona donde está prohibida la entrada salvo para los huaorani de clanes pacíficos que habitan en los ríos y que, de tanto en tanto, permiten la entrada a algún turista.
Hoy la situación ha dado un vuelco para peor. Estos grupos -que suman menos de 300 personas- han sido víctimas de repetidas matanzas por parte de militares, colonos, indígenas kichwas e incluso miembros de otros clanes huaorani. En 2003, por ejemplo, un grupo mixto de colonos y huaorani asesinó a unos 30 miembros de una familia tagaeri-taromenane. Estos se vengaron el 10 de agoto de 2009, cuando mataron a lanzazos a Sandra Zabala y sus hijos Bairon y Tatiana Duche, de 16 y 11 años, en la aldea de Reyes. Casi a la vista de esta aldea situada en el límite de la selva, en la comunidad huaorani de Jagüepare, vive Tepa, la hermana del desaparecido Tagae, el jefe tagaeri que empezó la guerra. Tepa es una nonagenaria que habita desde hace décadas entre los pacíficos huaronani y ya sea integrado entre ellos, aunque muchos sospechan que todavía manetiene contacto con los intangibles. Ella me explica que en el lugar donde se fundó Reyes había un cementerio tagaeri, y que, debido a ello, estos acuden al lugar de tanto en tanto. “Cuando sucedió lo de Reyes la gente vino y me echó la culpa de todo. Me acusaron de ayudar a los tagaeri, de ser su cómplice. No era cierto. No se dan cuenta de que ellos no distinguen entre los que les matan y los inocentes. Para ellos todos somos enemigos “kowode”, <<comegente>>”.

 
Charlando con Tepa y sus nietas (foto: Miguel Gutiérrez).

Muerte bajo los árboles
Durante semanas he recorrido las aldeas de la carretera conocida como “Via Auca” que bordea la Zona Intangible y descendido en Kayak por los ríos, Shiripuno, Cononaco, Tiguino y Cuchillacu, en cuya selva se esconden los temibles “intangibles”. En las riberas de estas corrientes encuentro testimonios sobre el goteo de muertes que acoge el cogollo de la selva. En la comunidad de Ñoneno, en el Shiripuno, Manuel-Huane, un jefe huaorani de 64 años, me cuenta sus vivencias. Ha trabajado en décadas anteriores para petroleras y como maderero ilegal. En abril de 2006 llegó a un campamento de madereros situado en el río Cononaco Chico, para abastecerlo de víveres con su canoa a motor. Descubrió que lo habían saqueado; dos de los leñadores –William Angulo y Willmer Moreira- yacían heridos, alanceados entre los restos (Angulo moriría poco después). Dos años después el propio Manuel fue emboscado y herido, mientras cortaba un tronco atravesado en el río Shiripuno. “Tras sentir el lanzazo en la espalda, me tiré al agua y conseguí alcanzar la otra orilla. Mis atacantes se contentaron con saquear la canoa y no me siguieron, pues no saben nadar”. Estas experiencias y el miedo de Manuel a que los tagaeri atacaran su aldea le movió a adentrarse en la selva en su busca. Acompañado de tres guerreros huaroani más jóvenes, tras doce horas de marcha desde Ñoneno llegó a una maloca donde habitaba una familia tagaeri.

El río es la casa de las comunidades de huaorani contactados (Foto: Miguel Gutiérrez).


 “Les espiamos desde la espesura durante unas horas –relataba Manuel-. Para evitar que nos atacaran, cogí a un niño como rehén y me acerqué a parlamentar con el jefe, un hombre muy corpulento y muy bravo, barbudo y con el cabello largo hasta la cintura. Al vernos con botas de goma, ropas y escopetas, las mujeres gritaron alarmadas <<Cowode>>. Les enseñé mis orejas (Huane tiene, como otros huaroani, las orejas agujereadas) y les dije en huaroani que no somos cowode, sino de su misma raza. Que vivimos mezclados con los cowode y que ya no hay guerra entre nosotros, que pueden salir de la selva y dejar de matar”.
Como respuesta, el jefe le dijo a Huane que se fuera y no volviera nunca, o le matarían. Que no quieren salir y que atacarán a los cowode (y al resto de huaorani) “por talar los bosques, hacer ruido y por la matanza perpetrada en 2003 cerca de Mencaro”. Gracias a Huane sabemos además que los tagaeri se han fusionado con otro clan intangible, los taromenane, y que ahora forman una única e irreductible familia.


 Futuro desalentador
Pero si la situación no cambia, estas tribus pronto desaparecerán, porque el goteo de muertes continúa. El pasado 5 de marzo, los intangibles asesinaron a lanzazos a un matrimonio cerca de las aldeas de Yarentaro y Dikaron. Miembros de esta comunidad respondieron y mataron a decenas de tagaeri-taromenane en un lugar indeterminado al final de la via Repsol, como se conoce a la carretera abierta en la selva por esta petrolera. Durante la acción, los asesino llegaron a capturar, incluso, a dos niñas. Sobre el particular, el capuchino español Miguel Ángel Cabo de Villa, uno de los mayores expertos mundiales en estas tribus, denunciaba en el diario Universo: “No es serio ese lamentable espectáculo de disimulos y torpezas en autoridades de tan alto cometido. ¡El fiscal general revelando posibles envenenamientos, diciendo que de la matanza nada se sabe y, el mismo día, un muchacho huaorani confesando en la televisión: sí, mi papá ha intervenido en la matanza, ¡han matado a bastante gente! El fiscal de Coca anunciando, como para amedrentar, la convocatoria a testimonio de dirigentes huaorani y otras personas, que tuvieron el coraje de reconocer públicamente la existencia de la horrible matanza, ¡y ninguna autoridad le reclama a él por su ineficacia! ¡Pero si tiene ahí a las muchachas, si todos saben, en Yarentaro o Dikaron, quiénes intervinieron en el exterminio, ¡si la gobernadora se fotografió con ellos! El fiscal haría bien investigando en Coca –ya que los funcionarios de Justicia no se enteraron con antelación, como era su cometido– cómo se organizó la expedición mortífera, dónde y a quién compraron las armas, quiénes les ayudaron en una cosa que quizá no fue venganza tribal”.


La enorme extensión del bosque del Yasuní solamente se aprecia desde el aire (Foto: Miguel Gutiérrez).


Mientras sobrevolamos la “Zona Intangible”, Diego, piloto de la compañía Aero-Regional y el único que sobrevuela el territorio, me habla de los tagaeri-taromenane. “Antes veía con frecuencia sus chozas, junto a pequeñas huertas de yuca, pero hace tiempo que no me topo con ninguna. Algunos dicen que han hecho cabañas más pequeñas para ocultarse, otros creen que han sido exterminados por mercenarios o por guerreros huaorani pagados por los chinos”. Ahora operan en Ecuador petroleras chinas, mucho más agresivas que las occidentales. En la ciudad de Coca, los capuchinos me pintan un futuro muy negro para los invisibles. “El anterior Ministerio de Medio Ambiente de Ecuador se implicó mucho en su conservación. Pero ahora –aseguran los misioneros- han sido depuestos todos, porque los chinos están poniendo mucho dinero para montar un nuevo pozo en el bloque Armadillo, en pleno territorio Tagaeri. Los ríos ya están contaminados, y hay rumores de matanzas bajo los árboles”.
En julio de 2013 la administración ecuatoriana fallará el concurso de ofertas para nuevas prospecciones sobre más de dos millones de hectáreas en esta región. Se calcula que la zona por explorar tenga reservas para entre 369 y 1.597 millones de barriles de crudo. Desde ONGs y agrupaciones indígenas, no obstante, la contestación al proyecto es férrea. Conocen bien las consecuencias de esta explotación del combustible fósil. Desde que las petroleras empezaron a trabajar en la zona, en los años 40, el cambio ha sido traumático y de difícil vuelta atrás para colonos, intangibles y miembros de las comunidades achuar, andoa, shuar, kichwa y shiwiar. Solamente la compañía Texaco-Chevron, que explotó el subsuelo de la zona entre 1964 y 1990, causó la contaminación de amplias regiones. La economía y salud de 30.000 vecinos, indígenas y colonos, se vieron seriamente dañadas.

El Jefe de la comunidad Bonamo, Omahiue, está muy orgullloso de su nueva pista de aterrizaje (foto: Miguel Gutiérrez).


El futuro para estas gentes es desalentador. El 40% del presupuesto del Estado Ecuatoriano depende de la venta de crudo. Además el país está seriamente endeudado y necesita ampliar la producción para contentar a los acreedores, entre los que destaca una vez más China. La única esperanza para la región parte del llamado Proyecto Yasuní-ITT. Esta propuesta pretende resguardar el Parque Nacional, el de mayor biodiversidad del planeta. Para ello, la comunidad mundial se comprometería a aportar 350 millones de dólares a Gobierno Ecutoriano para dedicarlos al suministro energético y la reforestación de la zona. Cuando se elaboró el proyecto no contaban con un factor decisivo y poco halagüeño: una crisis global que no deja margen para invertir en lo único que importa. De lo que suceda este verano dependerá la supervivencia de los indígenas intangibles y de todo el parque del Yasuní.

La historia de los “Indios blancos”
Conocidos popularmente como aucas (“salvajes” en lengua quichwa), los huaorani saltaron a la palestra informativa cuando sus guerreros asesinaron a cinco misioneros americanos en 1956. Hostilidad que se recrudeció dos décadas más tarde debido a la invasión de su territorio por compañías petroleras y colonos pobres, que, de tanto en tanto, asesinan impunemente a hombres, mujeres y niños.

La fama de los últimos indígenas libres de América ha alcanzado difusión mundial e inspirado filmes como “La selva Esmeralda”, “Jugando en los campos del señor”, “El Holocausto Caníbal” o “El fin del espíritu”. Los conocemos en España gracias a magníficas crónicas que –en los años 70 y 80- firmaron periodistas como Miguel de la Quadra Salcedo y Alberto Vázquez Figueroa, que les dedica una de sus novelas, “Tierra Vírgen”.

Kaiga Bahiua me explica cómo guerrean los tagaeri con sus lanzas de chonta: "las de ellos son el doble de grandes -me asegura- porque esta es de caza y no de guerra".


Víctimas de los caníbales
Los colonos que viven en los límites de su territorio les apodan “patas coloradas”, por su costumbre de pintarse con ocre las pantorrilas; otros les dicen “indios blancos”, porque, al refugiarse bajo la espesura, hurtan sus cuerpos al sol, mostrando una palidez característica. Viven de la caza y de la pesca y de pequeños huertos donde cultivan yuca. Acostumbrados a largas marchas por la selva, su vigor es legendario. Son maestros en la preparación del mítico veneno del curare, que impregnan en dardos para cerbatana. Para pelear utilizan largas lanzas de chonta, que decoran con plumas y, recientemente, con bolsas de plástico. Se valen de la sorpresa y atacan preferiblemente por la espalda. Cuando matan, someten a sus víctimas al rito de las lanzas –en el que participan incluso niños pequeños- que consiste en dejar el cuerpo del enemigo como un alfiletero.
Hace dos siglos los huaorani eran numerosos y vivían en paz. Pero desde el advenimiento de la fiebre del caucho han sido perseguidos hasta su casi total extermino. En sus tradiciones orales ellos cuentan que los “cowode”, o “comegente” una raza de caníbales desaprensivos, les persigue sin descanso para devorarlos; es como nos llaman a los “civilizados”, que solamente les hemos deparado tristeza y muerte. 




Miguel Gutiérrez-Garitano 2012

martes, 18 de noviembre de 2014

La tumba perdida de Alejandro Magno



¿Quién no ha soñado con momias y tumbas perdidas? Los niños en sus juegos y los adultos en sus ensoñaciones se han ataviado de sesudos arqueólogos dispuestos a desentrañar los misterios de la antigüedad. Y ninguno como el que atañe a la tumba y al cadáver de Alejandro Magno. No hay descubrimiento de tumba antigua que no sea anunciado como el posible lugar de descanso del gran general macedonio. Aunque la mayoría de estos anuncios responden a intentos de los propios arqueólogos por acaparar los titulares de los medios de comunicación. Ayer mismo, sin ir más lejos, se hizo público el descubrimiento en una necrópolis de Anfípolis (cerca de Tesalónica), de una tumba macedonia oculta, ya saqueada, que "perteneció a un guerrero macedonio importante, tal vez un héroe, y que podría tratarse de la tumba del gran conquistador". como única prueba, sin duda endeble, es la datación, ya que sería una tumba de 325-300 A. C. y el general macedonio falleció en el 323 A.C. A pesar de todo, se trata de un gran descubrimiento, pues en la tumba hay restos óseos y restos de un ataud y un mosaico; y está rodeada de un muro de mármol de 500 metros y precedida de dos esfinges. No parece, no obstante su valor, que los huesos descubiertos sirvieran en su día para sostener los músculos del más indómito guerro de la historia...
La noticia, no obstante, se engarza en una larga cadena cuyos eslabones conforman una historia, la de la búsqueda de la tumba y el cadáver del héroe, que ha deparado algunas de las aventuras más sugerentes de la historia de la Arqueología.

Las conquistas de Alejandro le llevaron desde Grecia hasta La India.


Contaba Plutarco en sus “Vidas paralelas” que Alejandro, antes de ser conocido como Magno, aseguró a su padre Filipo II (a la sazón rey de Macedonia), que era capaz de domar a un caballo que nadie había sido capaz de doblegar. Cumplió su promesa y su progenitor, emocionado, besó su cabeza y le obsequió con la consabida frase: “busca, hijo mío, un reino igual a ti, porque en Macedonia no cabes”. Pocos en la historia pueden presumir de una vida tan frenética como la del más famoso conquistador de la antigüedad, Alejandro III El Magno. A los treinta años ya se había convertido en un dios para los suyos y controlaba con mano de hierro un imperio que se extendía desde Grecia hasta India. Derrotó y subyugó a las naciones más poderosas de su tiempo y cumplió el sueño de su padre, pionero en la idea de anexionar el imperio persa aqueménida.
         La fama del general macedonio –sobre cuya figura se espera el estreno este año de un biopic fraguado por Oliver Stone- ha permanecido intacta. Tras 700 años custodiado en un mausoleo de Alejandría, el “Sema” (que era el sepulcro de los miembros de la dinastía Ptolemaica), su cadáver desapareció para siempre. Unos creen que fue destruido, otros lo sitúan en Siwa -aldea fronteriza entre Libia y Egipto- o en alguna oscura fosa enterrada en la ciudad del faro y la gran biblioteca. Las hipótesis al respecto son numerosas y muy dispares, incluso osadas. Pero ninguna como la propuesta por el historiador británico Andrew Chugg, que sostiene que la conocida tumba de San Marcos en Venecia podría contener en realidad los restos del rey macedonio. Las conclusiones de su estudio aparecieron en su libro, “La tumba perdida de Alejandro Magno”, que ha dividido a la comunidad científica.

Para muchos Alejandro es el mayor general de la historia.


 “Alejandro ha sido a menudo comparado con otros grandes generales de la historia, como Aníbal o Napoleón. Sin embargo, el Macedonio combatía en primera línea”. Estas palabras de Fernando Quesada  Sanz, profesor de Historia Antigua de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), explican la adoración que sentían los macedonios por el guerrero que les llevó al paroxismo de la conquista. Soberano ya de toda Grecia, cruzó el Helesponto –actual Dardanelos- y venció a los persas en los enfrentamientos sucesivos del Río Gránico e Issos, donde derrotó al mismísimo rey de Persia Darío III. Más tarde se desvió hacia el sur y tomó Fenicia y Egipto. En este país tuvo noticia del enorme ejército que había levantado el soberano persa en un último intento de defender su reino. Ambos líderes se enfrentaron en la llanura de Gaugamela, junto al río Tigris. De esta batalla dice Quesada Sanz: “La victoria de Alejandro fue completa. Al final, Darío era un fugitivo sin capacidad de recuperar su reino y poco después moría asesinado.” Aplastadas las esperanzas del otrora gran Imperio –que en aquella época abarcaba desde la actual Turquía hasta India occidental- Alejandro se lanzó a una febril carrera de ocupación que culminó más allá del río Indo. Cuando por fin frenó su avance –forzado por sus propios soldados, que se amotinaron- las grandes naciones de su época se hallaban bajo su soberanía.

 
Julio César peregrinó, como muchos otros jefes romanos, a la monia de Alejandro.



Pero detrás de la figura del macedonio hubo más que un militar. Destacó como paladín del Panhelenismo y fundador de ciudades a las que puso su nombre. Amante de juergas etílicas proclamó en el oasis egipcio de Siwa su condición de deidad viva. “Su genealogía le hacía entroncar con dos linajes divinos en cuya raíz estaba Zeus, el dios supremo: el de Aquiles, por parte de su madre Olimpíade; y por línea paterna, la dinastía macedonia de los Argéadas, consideraba a Heracles su antecesor divino”, comenta Manuel Bendala Galán, catedrático de Arqueología de la UAM, que explica la autodivinización de Alejandro como un “afán de elevar el poder personal al nivel de autoridad absoluta, punto de apoyo inmejorable al sueño de un imperio universal.”

En 2005 el rotativo británico “The Independet On Sunday” se hizo eco de una desconcertante noticia. Andrew Chugg, autor de numerosos estudios sobre Alejandro Magno, proponía que la tumba de San Marcos en Venecia podría contener, en realidad, lo restos, no del supuesto evangelista, sino del legendario guerrero macedonio.
Tras fallecer debido a una extraña enfermedad a los 32 años, el cadáver del militar fue trasladado a Alejandría. Allí descansó durante siglos, hasta que a fines del siglo IV D. C., se pierde su pista. De esta época data el discurso en el que San Juan Crisóstomo (347-407), obispo de Constantinopla, preguntó a sus fieles. “Decidme, ¿dónde está el “Sema” de Alejandro?. Nadie podía responderle, circunstancia que el clérigo sabía de sobras. Con su perorata solo quería mostrar la futilidad de la vida mortal, incluso para los más grandes de la historia. Pero de sus palabras se desprende que el sepulcro ya no existía.

En este mosaico Alejandro vence a Darío en la batalla de Issos.


 Según Chugg, el cadáver del guerrero fue disfrazado de San marcos para evitar su destrucción durante las insurrecciones cristianas que marcaron el triunfo del Cristianismo y que en Alejandría fueron excepcionalmente violentas. “Existe una gran posibilidad de que alguien de la jerarquía eclesiástica, incluso el propio Patriarca, decidiera hacer que los restos de Alejandro pasasen por los de San Marcos. Además, ambos cuerpos fueron momificados con lino y uno desapareció al mismo tiempo que apareció el otro”, aseguraba el historiador británico. De hecho, detalles de la vida del autor del evangelio más antiguo (el segundo según la tradición cristiana) aparecen en el Nuevo Testamento y en  Lucas (10;1) que lo muestran como discípulo de San Pablo (en realidad lo fue de San Pedro) y compañero de este en su viaje a Antiqoquía. La tradición dice que fundó la iglesia de Alejandría y que un 25 de abril (durante el reinado de Nerón para unos y de Trajano para otros) fue sometido a martirio y asesinado por los paganos, que recelaban de sus éxitos evangelizadores. Sus supuestos restos reposaron en la iglesia del Cánopo de Alejandría hasta que dos mercaderes (la leyenda sitúa la acción en el año 828) los trasladaron a Venecia, donde hoy se les rinde culto. Según Chugg la única manera de salir de dudas y desenredar el enigma, consiste en exhumar los restos que descansan en la basílica de Venecia de cara a analizar su ADN. El descubrimiento en 1977 por arqueólogos griegos de la tumba intacta de Filipo de Macedonia (donde se halló el esqueleto de este), padre de Alejandro, facilita la comparación genética y, a través de ella, la constatación o el rechazo de la hipótesis planteada por el estudioso británico. Sea como sea, como dice Bengala Galán, “si alguien reinó después de morir, ese fue Alejandro de Macedonia, eterno en su dimensión de personaje histórico y de leyenda”.

Altar mayor de la catedral de San Marcos, cuyos restos, según Chugg podrían pertenecer al gran macedonio.


Desde su muerte en Babilonia los restos del discípulo de Aristóteles permanecieron dos años en la capital conservados en miel. Después, Perdikkas, el más fiel de sus generales, organizó una fastuosa procesión para transportar los restos mortales a Aigai –actual Vergina- sepultura tradicional de los reyes de Macedonia. Ptolomeo, sátrapa de Egipto, ordenó asaltar la caravana funeraria y sepultó los restos de su antiguo líder en la antigua capital de Egipto, Menfis, que, según Curtio Rufo (autor que vivió en el siglo I A.C.) los albergó “pocos años”. Ptolomeo II, sucesor del general de Alejandro, trasladó la momia a Alejandría, donde descansó en un sarcófago de oro en el mausoleo que construyó este soberano para los restos de sus predecesores: el “Sema”. Durante siglos, la tumba fue objeto de culto y a ella llegaban gentes de muchos países para venerar al gran guerrero. Uno de los que visitó el lugar fue el geógrafo griego Estrabón (del siglo I A.C.-I D.C.),  por el que sabemos que Ptolomeo X (117-81 A. C.) sustituyó el ataud de oro por otro de “vídreo” (alabastro). Para los emperadores romanos el sepulcro del Argeada se convirtió casi en una peregrinación obligada. Julio César y Augusto –que rompió la nariz de la momia al besar su rostro- fueron los primeros en honrar al héroe y Calígula sustituyó la coraza que vestía este por la suya propia. Harto de profanaciones, Septimio Severo ordenó sellar la tumba. El último soberano de Roma en agasajar a Alejandro fue Caracalla, que, según los cronistas de la época, cubrió el cadáver con su propio manto imperial. Después se hizo un silencio en torno a este asunto que dura hasta hoy. 


Carroza y séquito con los restos de Alejandro magno.

 Nadie –que se sepa- ha vuelto a ver los restos del gran macedonio. Esto no ha impedido a los hombres buscarlo con ahínco. En su legendaria campaña de Egipto, además de la piedra de Rosetta, Napoleón se apropió de un sarcófago de piedra verde con inscripciones jeroglíficas. No obstante, se certificó más tarde su pertenencia al faraón Nectanebo II y la pieza acabó en el Museo Británico.



Restos de tumba de alabastro en Alejandría y sarcófago con la imagen de Alejandro del Museo de Estambul.


A largo del siglo XIX se sucedieron numerosos rumores de escasa credibilidad en torno a la leyenda del cadáver regio. Muchos aseguraron haberla encontrado en Alejandría. E incluso, el descubridor de Troya, Schliemann, se interesó por los huesos del macedonio. Durante el siglo pasado, arqueólogos de todo el mundo emprendieron la búsqueda del “Sema”. La colina de Kom-El-Dick y la mezquita de Nabi Danial fueron los lugares preferidos de estas aventuras arqueológicas y junto a ellas se descubrieron numerosas ruinas antiguas. Pero como dice el arqueólogo griego Harry Tzalas, “las excavaciones han contribuido a aumentar nuestro conocimiento sobre la topografía de la Alejandría antigua y medieval sin resolver el misterio de la localización de la tumba de Alejandro”.

Napoleón ante la esfinge.


En 1995, finalmente, la arqueóloga griega Liana Suvaltzi, protagonizó un incidente que tuvo repercusión mundial, al confundir el Sema con los restos de un templo en el oasis de Siwa. La fascinación por la leyenda de Alejandro no ha disminuido a pesar del tiempo transcurrido y de los escasos resultados obtenidos hasta la fecha. El último en horadar la tierra en pos del mito ha sido Zahi Hawass, secretario general del Supremo Consejo de Antigüedades de Egipto. Valerio Massimo Manfredi, autor de la serie de libros Alexandros, por su parte, protagonizó una investigación que le llevó al descubrimiento en el cementerio de Alejandría de los restos de alabastro de una antigua tumba, que bien podría ser la entrada del sema. Sus conclusiones las publicó en su libro "La tumba de Alejandro", que es además una semblanza inmejorable de toda la historia del héroe muerto y de su tumba. En el año 2000, el autor italiano opinaba: “para Zahi Hawass el descubrimiento de la tumba está cercano. Mientras tanto el misterio en torno al sepulcro continúa”. O tal vez no...


Libros de Anrew Chugg y Valerio Máximo Manfredi, muy recomendables para repasar la fascinante historia de la tumba perdida de Alejandro.

martes, 11 de noviembre de 2014

Misterios de Vitoria: el tesoro de los franceses



¿Hay un tesoro oculto en Vitoria? Desde luego mi bisabuelo Ramiro Gutiérrez así lo creía. La familia vivía entonces en la calle Becerro de Bengoa y el bisabuelo decía e insistía en que en algún lugar de la casa, entre paredes, o tal vez bajo el suelo, se escondía un tesoro fabuloso enterrado por los franceses durante la Batalla de Vitoria. Por mi parte creí siempre que el bisabuelo bromeaba, no en vano y según todos los testimonios, mi antepasado era un cachondo que aseguraba asimismo ser un descendiente no reconocido del Marqués de las Canillas y también ser el médico al que más pacientes se le habían muerto con motivo de la Gripe Española, entre otras historias jamás cotejadas o (a parte de las inevitables risas) ni siquiera tenidas en cuenta. 

La batalla de Vitoria, los soldados británicos toman Gamarra.


Respecto al tesoro, no obstante, el asunto no cayó en saco roto, porque al parecer mi abuelo Rafael fue presa asimismo de una suerte de fiebre del oro y, armado con un busca tesoros, probó suerte bajo el yeso del edificio situado entre las calles Becerro de Bengo y el Prado, frente al actual Parlamento Vasco. Al final el abuelo cejó en tan extraña actividad, sin duda porque tenía a la pobre abuela bastante cansada con sus continuas amenazas de levantar el entarimado al menor pitido del aparato de marras. Y así llegó el día, años después, que le pregunté al abuelo por el tesoro que tanto él como el bisabuelo habían buscado bajo la casa familiar. El abuelo no dijo nada, pero fue a su despacho y me trajo las fotocopias de un legajo gracias al cual descubrí -no sin sorpresa- que la broma del bisabuelo y la locura transitoria del abuelo se basaban en hecho más que reales. 


Y así fue como supe de Monsieur Ducasse, un misterioso ciudadano francés, que al parecer sufragó, a mediados del siglo XIX, una excavación en la capital vasca tras la pista de un supuesto botín oculto. La búsqueda se saldó finalmente con un rotundo fracaso, por lo que en teoría el tesosro continúa escondido en el centro de Vitoria, pero no adelantemos acontecimientos. 

Recreación de la Batalla de Vitoria en las campas de Armentia (foto: Rafael Gutiérrez).


 “Se pone en conocimiento del Señor Alcalde, por un francés, que en un sitio de la ciudad perteneciente al común hay o debe haber un tesoro”. Este escueto comunicado, -recogido en el frontispicio de un expediente perteneciente al Registro General del Ayuntamiento de Vitoria y fechado en julio de 1847-, informa de uno de los episodios más insólitos y desconocidos de los vividos en toda su historia por la capital alavesa: la búsqueda de un supuesto tesoro oculto, emprendida por el ayuntamiento de la capital vasca y sufragada por un ciudadano francés, un tal Monsieur Ducasse, que si bien no produjo resultado alguno, mantuvo en vilo durante varios días a las autoridades locales, y dio alas a la imaginación de la ciudadanía; así, aún hoy, hay vitorianos que sueñan con descubrir, en algún oscuro sótano, o tras un falso muro de escayola, el ‘tesoro de Ducasse’; que espera a que algún afortunado, ya por perseverancia, ya por mera casualidad, dé con sus riquezas bajo los edificios de la ciudad.

Del misterioso ciudadano galo, sólo se sabe que estaba lo suficientemente seguro de la existencia de un tesoro en las –en aquel entonces-, afueras de Vitoria, que no dudó en sufragar de su propio bolsillo, la búsqueda al efecto. Lo que hace sospechar, que, el tal Ducasse, había escondido (o había recibido el testimonio de primera mano), él mismo la fortuna que más tarde se propuso descubrir. De ser así, el francés tuvo que ser un veterano combatiente de la Batalla de Vitoria –21 de junio de 1813-, que, como dice José María Ortiz de Orruño, Profesor de Historia Contemporánea de la UPV, “enfrentó al ejército aliado hispano-luso-británico liderado por Wellington, con las tropas procedentes de la ocupación de la Península por Napoleón”; las cuales estaban comandadas por el hermano de éste, José Bonaparte –coronado Rey en sustitución de Carlos IV-, y que en el momento del combate “se retiraban hacia Francia cargadas con un enorme tesoro, resultado del saqueo de la península durante la ocupación”.

La batalla de Vitoria, mapa que ilustra el avance de tropas.



“Napoleón –sostiene Ortiz de Orruño-, tras la desastrosa retirada de Rusia se había quedado sin ejército, por lo que dio orden a su hermano de regresar a Francia con todos los soldados a su mando”. Pero el ejército francés no viajaba sólo; con él iba un larguísimo convoy, “conformado por toda la artillería que José Bonaparte pudo reunir, centenares de carruajes que portaban a las familias de los afrancesados, así como un fabuloso botín”, que se nutría de riquezas de muy diversa naturaleza. Las tropas de Wellington derrotaron a los franceses, que no obstante, no fueron aplastados, como era de prever, de un modo definitivo. Para el profesor de la UPV, “el hecho de que parte del ejército francés escapara en la Jornada de Vitoria, se debe a que los soldados vencedores, en el momento decisivo, se dedicaron al saqueo del tesoro”; se lanzaron a una desenfrenada carrera de expolio entre los carros del cargado convoy, que quedó varado en el barro, y era tal su tamaño, que “cubría los ocho o nueve kilómetros que hay entre Vitoria y Matauco”.



Más de tres décadas más tarde, el 15 de julio de 1847, Monsieur Ducasse se presentaba, ante los miembros del consistorio vitoriano, dispuesto a poner la ciudad patas arriba para encontrar “un tesoro oculto en una casa de propios”. En su poder portaba un permiso expedido por el Jefe político de Álava, en representación de la entonces soberana de España, Isabel II. Respecto al origen del supuesto tesoro, Ortiz de Orruño asegura que “como recoge en su obra Becerro de Bengoa, durante la Batalla de Vitoria, hubo soldados franceses que se apresuraron a enterrar o lanzar al río Zadorra, los cofres cargados con el botín, por lo que –añade-, no es descabellado pensar, que el tal Ducasse, u otra persona, pudieran haber enterrado u ocultado un tesoro en algún punto de la ciudad aprovechando la confusión”. El experto en historia contemporánea argumenta, además, que “hay que tener en cuenta que desde los momentos anteriores al choque bélico, los habitantes de Vitoria estarían aterrorizados y encerrados en sus casas, por lo que no había testigos que pudieran haber entorpecido la ocultación de un botín. A la gente, -remarca-, los franceses le daban pavor, así que es probable que ni se asomara a las ventanas, porque sabía que eso podía suponer la muerte”.


Ducasse firmó un acuerdo con las autoridades vitorianas, por el cual, según indica el legajo perteneciente al Registro General del Ayuntamiento vitoriano, “el francés se obligaba a satisfacer los gastos que ocasione el descubrimiento, con la condición de que se le dieran dos terceras partes de lo que se hallase, quedando la otra para el ayuntamiento. Pero, que encontrándose algo, serán los gastos por mitad de su cuenta y de la ciudad, y que si nada se encontrara, que él sólo pagara los gastos”. Así, se excavó de sol a sol durante varios días, en el espacio situado, según se recoge en el documento verificado por el consistorio, “en la calle del Prado entre la acera de la izquierda y el Camino Real –que cruzaba la citada calle, además de Postas, Francia, así como el Portal de Villarreal para salir de Vitoria hacia Guipúzcoa-, frente a la puerta de la iglesia del exconvento de Santa Clara”. Nada se encontró. El día 20 de julio de 1847, se puso fin a la quimérica búsqueda. Mientras tanto, para los habitantes de la capital vasca, el misterio continúa.

El convoy francés según una ilustración anónima del Archivo Municipal.


El tesoro de José Bonaparte

“Mientras los soldados franceses trataban de frenar a Wellington, la caravana que seguía a las tropas de José Bonaparte planeaba escapar por el Camino Real de Postas, que pasaba a Guipúzcoa desde Álava por Arlabán. Mas, éste fue copado por los aliados, por lo que los carros, finalmente tomaron la ruta hacia Pamplona, inadecuada para el tráfico rodado”, explica Ortiz de Orruño. “Así que –relata-,  todo el séquito quedó atascado en el barro, lo que obligó a Bonaparte y su Estado Mayor a escapar a caballo”. El profesor enfatiza la tragedia de aquellos instantes: “Eran unos 2.000 carros, entre heridos, piezas de artillería y familias afrancesadas. A eso de las cinco de la tarde, a punto de llegar la vanguardia enemiga, se desató el pánico”. Entonces vino el saqueo salvaje del convoy, primero por los propios franceses, luego por las tropas enemigas de éstos. “Y en medio –recuerda el experto de la UPV-, los civiles, para los que, la llegada de las tropas inglesas, fue una verdadera hecatombe”.

Imagen de un tesoro que se descubrió en el Mont Blanc.


“Todo el interés de la Batalla de Vitoria –escribía Benito Pérez Galdós-, estuvo en la impedimenta. Hacia aquellos cofres tendiéronse anhelantes, las manos crispadas de vencedores y vencidos”, el dramaturgo expresaba la magnificencia del convoy con esta frase: “ no pudiendo dominar España, se la llevaban en cajas, dejando el mapa vacío”. Pero, ¿A cuanto ascendía la suma transportada en aquella caravana?, Existen algunos testimonios al respecto: “Puede decirse –anotó en 1828 el autor británico W. Napier-, que las tropas marchaban pisando oro y plata sin tomarse el trabajo de recogerlos; los estados de situación de las cajas del ejército francés acreditan que había en ellas cinco millones y medio de duros, y  no se encontró ni uno”.
            Además, entre el botín había alhajas, ropa, armas, así como objetos de todo tipo y valor. “Tanto es así que en los aledaños de Vitoria se llegó a establecer una especie de mercado donde los vencedores cambiaban todo lo aprehendido y hasta la misma moneda, llegando a ofrecerse ocho duros por cada guinea, que era de más fácil transporte”, comenta Ortiz de Orruño, que para disipar dudas sobre el destino de todo aquel expolio sentencia “fueron las tropas aliadas las que saquearon el tesoro francés. Los vitorianos estaban encerrados en Vitoria por orden del General Álava, mientras que los campesinos de la Llanada, no podían acercarse a la caravana, custodiada como estaba por los vencedores”. Nada quedó, de aquel fabuloso tesoro -entre cuyos restos aparecieron, los enseres personales de José Bonaparte, y el mismísmo bastón de mando del Mariscal francés Jourdan-, para disfrute de los habitantes de la capital alavesa. Salvo quizás, la cantidad escondida apresuradamente  por un tal Ducasse, o alguno de sus compatriotas.