Centenares de miles de refugiados cristianos, yazidíes,
chiitas, kakis y de otras minorías religiosas se hacinan en campos en la Región
Autónoma del Kurdistán. Son vistos con desconfianza por la población autóctona y
reciben una asistencia que discrimina en muchos casos según etnia y religión
Miguel Gutiérrez-Garitano, Erbil
Las minorías religiosas están siendo exterminadas por el Daesh en Siria e Irak. |
Cuando, durante el verano de
2014, los yihadistas del Daesh ocuparon Mosul y las llanuras de Nineveh, a los
cristianos les dieron a elegir entre cuatro posibilidades, a saber: pagar un
impuesto islámico, abandonar la región de sus antepasados, convertirse al islam
o ser ejecutados. Alguno se dejó crucificar o decapitar; hubo asimismo quien se
convirtió o pagó el canon para seguir respirando; pero la inmensa mayoría
escogió huir. Alrededor de 125.000
hombres, mujeres y niños adscritos a esta religión escaparon con lo puesto a la
vecina Región Autónoma de Kurdistán para ponerse bajo la protección del
ejército Peshmerga y los aviones de EEUU.
Pero su “via crucis” ni mucho
menos terminó ahí; porque en el Kurdistán iraquí se encontraron con unas
ciudades ya atestadas de refugiados sirios (El Syria Refugee Response cifraba
estos en 245.543 el 15 de febrero de 2016) y en medio de un clima general de
desmoralización y miseria. En la capital kurda de Erbil los más afortunados se
alojaron en apartamentos baratos o en casas de familiares, sobretodo en el
barrio cristiano de Ainkawa. El resto –muchos de ellos heridos y enfermos- se desplegó como pudo, por edificios
abandonados, parques, garajes o sobre el mismo empedrado.
Desde entonces hasta ahora, la
situación ha mejorado algo: por iniciativa de una serie de entidades
cristianas, ONGs laicas y de la mano de la ONU –a través de la UNHCN, la
agencia del refugiado- se han construido nuevos campos, como los de Ashti 1 y
Ashti 2 (la mayoría de los cerca de 6.000 refugiados de Ashti son cristianos de
Mosul y Nineveh y yazidíes de la zona de Sinjar), en el extrarradio de Erbil;
ambos campos están pegados y forman una ciudad de facto donde cada una de las
familias que la habita reside en un container de plástico acondicionado con una
dignidad que conmueve.
Cruces y adornos de colores intentan paliar la
deprimente austeridad mientras los refugiados tratan de continuar con sus
vidas; los hombres deambulan tratando de buscar una fuente de ingresos mientras
las mujeres fríen patatas y bolas de falafel y los niños estudian en reducidísimos
espacios, juegan al fútbol en los descampados o mendigan por las calles de la
ciudad; tienen agua corriente y
electricidad; las viviendas son individuales, todo los demás se comparte: los
baños son comunales y entre todos se reparten la ropa y comida que les llega
por vía humanitaria.
La mayoría de las personas con
las que conversamos son oriundas de Qaraqosh, la que fuera la población con
mayor proporción de población cristiana de Iraq. Fue conquistada por el Estado
Islámico en agosto de 2014; los peshmerga la defendieron pero fueron
derrotados; antes de retirarse fueron casa por casa advirtiendo a los civiles
para que huyeran. “Todo sucedió muy rápido –nos explica Wean Matin, de 35
años-; los soldados nos dijeron que nos marcháramos si no queríamos morir. Nos
dimos cuenta de que la cosa era irreversible cuando empezaron a caer bombas; después,
precipitadamente, nos montamos toda la familia en un camión y partimos hacia
Erbil. Fue horroroso porque había cientos de vehículos, algunos atrapados y la
huida fue lenta y angustiosa”, recuerda.
Matin es techador, pero asegura
que “aquí no hay trabajo para nosotros. Como cristianos éramos ciudadanos de
segunda en Iraq, pero los kurdos tampoco nos quieren porque somos muchos somos árabes”,
se lamenta. Su mujer, Valentina, que
prepara un sofrito mientras atiende a la conversación añade con angustia:
“Vinimos con mis hijas y mis padres que son mayores; aquí ya no hay comida.
Vivimos de los ahorros y de la comida que pudimos traer en el camión, pero
cuando se acabe ¿Qué vamos a hacer?”.
Familia cristiana en el campo de Ashti. |
Matin fue afortunado y pudo
llevarse sus pertenencias y a toda su familia. A Khalid y Halida Koma no les
advirtió nadie: “Mi padre –rememora el hombre de 45 años-, que estaba enfermo,
falleció debido al estrés 24 horas antes de que entrara Daesh en Qaraqosh.
Mientras agonizaba escuchábamos las bombas y los tiroteos; estábamos
aterrorizados pero no podíamos irnos de allí. Al final falleció y salimos en un
camión de mi hermano con lo puesto. A poco no la contamos. Mi madre (se refiere
a una anciana ataviada de negro que se ayuda de un andador) se rompió la cadera
por la precipitación. Y no podemos curarla, porque en el campo sólo hay un
médico general, nada de especialistas. Y no tenemos dinero”. El matrimonio trabaja como profesores de
matemáticas en el instituto de secundaria del campo, tres containers de colores
rodeados por una cerca tras la que un grupo de chavales corretean tras un
balón.
No muy lejos, en una barraca
enmoquetada y llena de bancos, un hombre joven imparte catequesis a un grupo de
chavales. Se llama Kendi Kamid, tiene 28 años y es de Mosul. Cuando le pregunto
por su ocupación me asegura que antes de escapar “era rico. Era dueño de tres
edificios de varias plantas”. Tal vez para tratar de preservar algo de su
patrimonio Kamid se quedó los primeros 25 días de ocupación de Daesh. “Es
cierto que entraron algunos de fuera –asegura- pero los yihadistas de Mosul
eran los mismos que hacían la guerra a los americanos tras la invasión de 2003.
Los conocíamos todos. De repente se hicieron con el poder y empezaron a matar a
todo el mundo. Al final malvendí lo que tenía y escapé. Solo me queda esto”,
dice asiéndose el chaleco. Kamid ayuda a los sacerdotes a dar clas de religión
a los niños y “en muchas otras cosas”. Asegura que el 90% de los habitantes de
Mosul están en contra de Daesh y viven secuestrados y aterrorizados. Tiene
esperanzas de volver a su casa pero advierte de que no servirá sólo con echar a
los terroristas: “Será necesaria una reconstrucción completa y un plan
económico a medio plazo”, aclara como buen hombre de negocios.
Kendi Kamid era rico antes de la guerra; hoy es un refugiado más. |
El campo de Ashti está dirigido
por padres católicos de la Congregazione Rogazionista, que administran la ayuda
que llega y conocen los problemas. En la Iglesia de la Transfiguración, uno de
los templos del campo, nos recibe el padre Jalal Yako que trabaja en los campos
desde febrero de 2015. “Lo peor para esta gente es no saber nada de los
familiares que han dejado atrás. Sabemos que 125 familias quedaron en Qaraqosh
y muchas más en Mosul; y sabemos por testimonios y vídeos que ha habido
decapitaciones, crucifixiones y todo tipo de malos tratos. Cientos de mujeres
han sido vendidas como esclavas; Cristina, una niña de 8 años que es hija de
una familia que vive aquí al lado, por ejemplo, está desaparecida, es terrible”.
Además, el sacerdote relata que “las familias sobreviven, pero hacinadas. El
tiempo pasa y la gente desespera. Cada vez hay más trifulcas.
¿No se marchan?
“Se han ido un 13% hacia Europa;
algunos jóvenes. Pero aquí hay muchos niños, ancianos y enfermos. Si pudieran
demostrar que son cristianos les pondrían menos trabas, pero la mayoría han
perdido la documentación en la huida. El hermano Basim Al-Wakil nos lleva a la
barraca donde tiene el ordenador personal donde recoge todos los datos: “Este
campo sobrevive gracias a la ONU, organizaciones cristianas y algunas especializadas
en la ayuda a los niños como Save The Children; ¿sabe qué? Muchos de los
refugiados son árabes pero a excepción de la Media Luna Roja, no hay ninguna
organización o país árabe que nos ayude. Respecto a la ayuda occidental, fue
muy potente al principio, cuando se creó el campo, pero en julio de 2015 se
redujo a la mitad; y a partir de enero de 2016 nos llegan unos 25.000 dinares
iraquíes (unos 20 euros) por familia al mes, ¿qué se puede hacer con esa
cantidad?.
El padre Jalal Jako de la Congregazione Rogazionista, trata de asistir a los refugiados cristianos de Ashti, donde trabaja desde febrero de 2015. |
La Región Autónoma de Kurdistán
es el territorio que más refugiados de las guerras de Iraq y Siria ha recibido,
1.400.000 según un estudio reciente realizado por la ONU en colaboración con el
Gobierno Kurdo; hay decenas de campos como el de Ashti por todo el territorio.
Erbil, la capital, está rodeada de estos olvidaderos conocidos como Ashti,
Kawergosk, Qustapa, Darashakran, Basirma y Bahirka. En este último, situado a
varios kilómetros de la capital, constatamos que incluso para recibir
asistencia hay diferencias según etnia y religión. La ONU, el Gobierno Kurdo y
algunas ONGs occidentales y japonesas ponen su grano de arena en todos los
campos. Pero las organizaciones religiosas no se comportan igual; si los
cristianos de Ashti reciben nula ayuda de organizaciones islámicas, en Bahirka,
un vasto y pobrísimo campo donde musulmanes, yazidíes y kakis son mayoría, las
condiciones son claramente peores, lo que denota un estatus inferior. Muchos habitantes
de Erbil los miran con desconfianza.
Sulaman Adil Markhi es pobre entre los pobres; como miembro de la minoría kaki, no recibe ayuda de ninguna organización. |
Los barracones de Ashti se me antojan un
lujo frente a las caravanas de chapa y los chamizos de ladrillo y plástico
erigidos por los propios refugiados en Bahirka. A los yazidíes y otras minorías
los verdugos de daesh ni siquiera les dieron a elegir como a los cristianos;
los hombres y las mujeres mayores que cayeron en sus manos fueron asesinados,
mientras que niñas y muchachas terminaron en mercados de esclavos. Aquí la
miseria es terrible y las miradas torvas. Hasta que un hombre nos acoge en su
choza y nos invita a té. Se trata de
Sulaman Adil Markhi, un paisano de Kabarluk, en las cercanías de Mosul. Él es
un kurdo de religión kaki, credo sufí de carácter sincrético que profesan unas
500.000 personas desde Siria a India. En un reducto miserable sobrevive junto a
sus tres hijos, su esposa, su cuñada y sus dos sobrinas, que, debido a un
extraño síndrome, sufren terribles deformaciones. “Mi hermano, al verse con
estas dos niñas enfermas y en esta situación se murió de pena. Traté de
animarle pero no pude. No podía levantarse de la cama y finalmente le dio un
infarto”. No nos ayuda nadie porque somos kurdos entre árabes y además somos
kakis. ¿Y de qué vives?, le pregunto. “De mi paga. Soy soldado peshmerga del
ejército kurdo, destinado al frente de Kirkuk. Ahora estoy de permiso. Aquí
vinieron una vez los de la organización Qashli y al enterarse de que era kaki y
peshmerga me negaron la ayuda de 200 dólares”, dice con
sorprendente serenidad. Al despedirnos de esta familia, los olvidados entre los
olvidados, Hunar, mi intérprete kurdo musita: “Si le matan en el frente, ¿qué
va a ser de esta familia?”. Se le quiebra la voz. No es para menos.
Es necesario que periódicamente alguien nos recuerde lo que están viviendo otras personas, otros seres humanos. Gracias. Buen trabajo Miguel.
ResponderEliminarMiguel, estupendo trabajo, como siempre. Aunque sea contradictorio, es un placer leer estos relatos terribles.
ResponderEliminarTxenti, Alfredo, muchísimas gracias. La verdad es que somos afortunados.
ResponderEliminarA través de tu relato entiendo un poco más ese galimatias, tan difícil de resolver y que tanto sufrimiento produce. Gracias Miguel.
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