domingo, 11 de septiembre de 2016

La “cruz” de los olvidados




Centenares de miles de refugiados cristianos, yazidíes, chiitas, kakis y de otras minorías religiosas se hacinan en campos en la Región Autónoma del Kurdistán. Son vistos con desconfianza por la población autóctona y reciben una asistencia que discrimina en muchos casos según etnia y religión
Miguel Gutiérrez-Garitano, Erbil

Las minorías religiosas están siendo exterminadas por el Daesh en Siria e Irak.
Cuando, durante el verano de 2014, los yihadistas del Daesh ocuparon Mosul y las llanuras de Nineveh, a los cristianos les dieron a elegir entre cuatro posibilidades, a saber: pagar un impuesto islámico, abandonar la región de sus antepasados, convertirse al islam o ser ejecutados. Alguno se dejó crucificar o decapitar; hubo asimismo quien se convirtió o pagó el canon para seguir respirando; pero la inmensa mayoría escogió huir.  Alrededor de 125.000 hombres, mujeres y niños adscritos a esta religión escaparon con lo puesto a la vecina Región Autónoma de Kurdistán para ponerse bajo la protección del ejército Peshmerga y los aviones de EEUU.
Pero su “via crucis” ni mucho menos terminó ahí; porque en el Kurdistán iraquí se encontraron con unas ciudades ya atestadas de refugiados sirios (El Syria Refugee Response cifraba estos en 245.543 el 15 de febrero de 2016) y en medio de un clima general de desmoralización y miseria. En la capital kurda de Erbil los más afortunados se alojaron en apartamentos baratos o en casas de familiares, sobretodo en el barrio cristiano de Ainkawa. El resto –muchos de ellos heridos y enfermos-  se desplegó como pudo, por edificios abandonados, parques, garajes o sobre el mismo empedrado.
Desde entonces hasta ahora, la situación ha mejorado algo: por iniciativa de una serie de entidades cristianas, ONGs laicas y de la mano de la ONU –a través de la UNHCN, la agencia del refugiado- se han construido nuevos campos, como los de Ashti 1 y Ashti 2 (la mayoría de los cerca de 6.000 refugiados de Ashti son cristianos de Mosul y Nineveh y yazidíes de la zona de Sinjar), en el extrarradio de Erbil; ambos campos están pegados y forman una ciudad de facto donde cada una de las familias que la habita reside en un container de plástico acondicionado con una dignidad que conmueve. 



Cruces y adornos de colores intentan paliar la deprimente austeridad mientras los refugiados tratan de continuar con sus vidas; los hombres deambulan tratando de buscar una fuente de ingresos mientras las mujeres fríen patatas y bolas de falafel y los niños estudian en reducidísimos espacios, juegan al fútbol en los descampados o mendigan por las calles de la ciudad;  tienen agua corriente y electricidad; las viviendas son individuales, todo los demás se comparte: los baños son comunales y entre todos se reparten la ropa y comida que les llega por vía humanitaria.
La mayoría de las personas con las que conversamos son oriundas de Qaraqosh, la que fuera la población con mayor proporción de población cristiana de Iraq. Fue conquistada por el Estado Islámico en agosto de 2014; los peshmerga la defendieron pero fueron derrotados; antes de retirarse fueron casa por casa advirtiendo a los civiles para que huyeran. “Todo sucedió muy rápido –nos explica Wean Matin, de 35 años-; los soldados nos dijeron que nos marcháramos si no queríamos morir. Nos dimos cuenta de que la cosa era irreversible cuando empezaron a caer bombas; después, precipitadamente, nos montamos toda la familia en un camión y partimos hacia Erbil. Fue horroroso porque había cientos de vehículos, algunos atrapados y la huida fue lenta y angustiosa”, recuerda.
Matin es techador, pero asegura que “aquí no hay trabajo para nosotros. Como cristianos éramos ciudadanos de segunda en Iraq, pero los kurdos tampoco nos quieren porque somos muchos somos árabes”, se lamenta.  Su mujer, Valentina, que prepara un sofrito mientras atiende a la conversación añade con angustia: “Vinimos con mis hijas y mis padres que son mayores; aquí ya no hay comida. Vivimos de los ahorros y de la comida que pudimos traer en el camión, pero cuando se acabe ¿Qué vamos a hacer?”.

Familia cristiana en el campo de Ashti.


Matin fue afortunado y pudo llevarse sus pertenencias y a toda su familia. A Khalid y Halida Koma no les advirtió nadie: “Mi padre –rememora el hombre de 45 años-, que estaba enfermo, falleció debido al estrés 24 horas antes de que entrara Daesh en Qaraqosh. Mientras agonizaba escuchábamos las bombas y los tiroteos; estábamos aterrorizados pero no podíamos irnos de allí. Al final falleció y salimos en un camión de mi hermano con lo puesto. A poco no la contamos. Mi madre (se refiere a una anciana ataviada de negro que se ayuda de un andador) se rompió la cadera por la precipitación. Y no podemos curarla, porque en el campo sólo hay un médico general, nada de especialistas. Y no tenemos dinero”. El matrimonio trabaja como profesores de matemáticas en el instituto de secundaria del campo, tres containers de colores rodeados por una cerca tras la que un grupo de chavales corretean tras un balón.

No muy lejos, en una barraca enmoquetada y llena de bancos, un hombre joven imparte catequesis a un grupo de chavales. Se llama Kendi Kamid, tiene 28 años y es de Mosul. Cuando le pregunto por su ocupación me asegura que antes de escapar “era rico. Era dueño de tres edificios de varias plantas”. Tal vez para tratar de preservar algo de su patrimonio Kamid se quedó los primeros 25 días de ocupación de Daesh. “Es cierto que entraron algunos de fuera –asegura- pero los yihadistas de Mosul eran los mismos que hacían la guerra a los americanos tras la invasión de 2003. Los conocíamos todos. De repente se hicieron con el poder y empezaron a matar a todo el mundo. Al final malvendí lo que tenía y escapé. Solo me queda esto”, dice asiéndose el chaleco. Kamid ayuda a los sacerdotes a dar clas de religión a los niños y “en muchas otras cosas”. Asegura que el 90% de los habitantes de Mosul están en contra de Daesh y viven secuestrados y aterrorizados. Tiene esperanzas de volver a su casa pero advierte de que no servirá sólo con echar a los terroristas: “Será necesaria una reconstrucción completa y un plan económico a medio plazo”, aclara como buen hombre de negocios.
Kendi Kamid era rico antes de la guerra; hoy es un refugiado más.


El campo de Ashti está dirigido por padres católicos de la Congregazione Rogazionista, que administran la ayuda que llega y conocen los problemas. En la Iglesia de la Transfiguración, uno de los templos del campo, nos recibe el padre Jalal Yako que trabaja en los campos desde febrero de 2015. “Lo peor para esta gente es no saber nada de los familiares que han dejado atrás. Sabemos que 125 familias quedaron en Qaraqosh y muchas más en Mosul; y sabemos por testimonios y vídeos que ha habido decapitaciones, crucifixiones y todo tipo de malos tratos. Cientos de mujeres han sido vendidas como esclavas; Cristina, una niña de 8 años que es hija de una familia que vive aquí al lado, por ejemplo, está desaparecida, es terrible”. Además, el sacerdote relata que “las familias sobreviven, pero hacinadas. El tiempo pasa y la gente desespera. Cada vez hay más trifulcas.
¿No se marchan?
“Se han ido un 13% hacia Europa; algunos jóvenes. Pero aquí hay muchos niños, ancianos y enfermos. Si pudieran demostrar que son cristianos les pondrían menos trabas, pero la mayoría han perdido la documentación en la huida. El hermano Basim Al-Wakil nos lleva a la barraca donde tiene el ordenador personal donde recoge todos los datos: “Este campo sobrevive gracias a la ONU, organizaciones cristianas y algunas especializadas en la ayuda a los niños como Save The Children; ¿sabe qué? Muchos de los refugiados son árabes pero a excepción de la Media Luna Roja, no hay ninguna organización o país árabe que nos ayude. Respecto a la ayuda occidental, fue muy potente al principio, cuando se creó el campo, pero en julio de 2015 se redujo a la mitad; y a partir de enero de 2016 nos llegan unos 25.000 dinares iraquíes (unos 20 euros) por familia al mes, ¿qué se puede hacer con esa cantidad?.

El padre Jalal Jako de la Congregazione Rogazionista, trata de asistir a los refugiados cristianos de Ashti, donde trabaja desde febrero de 2015.


La Región Autónoma de Kurdistán es el territorio que más refugiados de las guerras de Iraq y Siria ha recibido, 1.400.000 según un estudio reciente realizado por la ONU en colaboración con el Gobierno Kurdo; hay decenas de campos como el de Ashti por todo el territorio. Erbil, la capital, está rodeada de estos olvidaderos conocidos como Ashti, Kawergosk, Qustapa, Darashakran, Basirma y Bahirka. En este último, situado a varios kilómetros de la capital, constatamos que incluso para recibir asistencia hay diferencias según etnia y religión. La ONU, el Gobierno Kurdo y algunas ONGs occidentales y japonesas ponen su grano de arena en todos los campos. Pero las organizaciones religiosas no se comportan igual; si los cristianos de Ashti reciben nula ayuda de organizaciones islámicas, en Bahirka, un vasto y pobrísimo campo donde musulmanes, yazidíes y kakis son mayoría, las condiciones son claramente peores, lo que denota un estatus inferior. Muchos habitantes de Erbil los miran con desconfianza. 

Sulaman Adil Markhi es pobre entre los pobres; como miembro de la minoría kaki, no recibe ayuda de ninguna organización.

Los barracones de Ashti se me antojan un lujo frente a las caravanas de chapa y los chamizos de ladrillo y plástico erigidos por los propios refugiados en Bahirka. A los yazidíes y otras minorías los verdugos de daesh ni siquiera les dieron a elegir como a los cristianos; los hombres y las mujeres mayores que cayeron en sus manos fueron asesinados, mientras que niñas y muchachas terminaron en mercados de esclavos. Aquí la miseria es terrible y las miradas torvas. Hasta que un hombre nos acoge en su choza y nos invita a té.  Se trata de Sulaman Adil Markhi, un paisano de Kabarluk, en las cercanías de Mosul. Él es un kurdo de religión kaki, credo sufí de carácter sincrético que profesan unas 500.000 personas desde Siria a India. En un reducto miserable sobrevive junto a sus tres hijos, su esposa, su cuñada y sus dos sobrinas, que, debido a un extraño síndrome, sufren terribles deformaciones. “Mi hermano, al verse con estas dos niñas enfermas y en esta situación se murió de pena. Traté de animarle pero no pude. No podía levantarse de la cama y finalmente le dio un infarto”. No nos ayuda nadie porque somos kurdos entre árabes y además somos kakis. ¿Y de qué vives?, le pregunto. “De mi paga. Soy soldado peshmerga del ejército kurdo, destinado al frente de Kirkuk. Ahora estoy de permiso. Aquí vinieron una vez los de la organización Qashli y al enterarse de que era kaki y peshmerga me negaron la ayuda de 200 dólares”, dice con sorprendente serenidad. Al despedirnos de esta familia, los olvidados entre los olvidados, Hunar, mi intérprete kurdo musita: “Si le matan en el frente, ¿qué va a ser de esta familia?”. Se le quiebra la voz. No es para menos.

4 comentarios:

  1. Es necesario que periódicamente alguien nos recuerde lo que están viviendo otras personas, otros seres humanos. Gracias. Buen trabajo Miguel.

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  2. Miguel, estupendo trabajo, como siempre. Aunque sea contradictorio, es un placer leer estos relatos terribles.

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  3. Txenti, Alfredo, muchísimas gracias. La verdad es que somos afortunados.

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  4. A través de tu relato entiendo un poco más ese galimatias, tan difícil de resolver y que tanto sufrimiento produce. Gracias Miguel.

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