jueves, 6 de noviembre de 2014

El médico siberiano y otras historias sobre autocirugía antártica...



La autocirugía es el acto de realizar un procedimiento quirúrgico en uno mismo. En determinadas ocasiones puede convertirse en una necesidad debido a unas condiciones extremas. Y no hay lugar en el mundo más extremo que el desierto helado de la Antártida. Atrapados en una racha de mal tiempo a veces sucede lo inesperado: que el propio médico es el que enferma, y sólo se tiene a sí mismo para la intervención.
 
Leonid I. Rógozov en el momento de operarse a sí mismo.

29 de abril de 1961
Amanece en la Antártida. La estación soviética de Novolazarevskaya, instalación de nuevo cuño levantada por la Sexta Expedición Antártica Soviética, se encuentra aislada debido a un intenso y persistente temporal. El fenómeno no es excepcional, así que los científicos de la base comienzan su rutina con toda tranquilidad. A media mañana, no obstante, el único médico del complejo, el joven (veintiséis años) Leonid Ivánovich Rógozov, se siente indispuesto. Sufre náuseas, mareos y dolores en la zona del abdomen. Se teme que se trate de apendicitis. Recurre a los analgésicos y decide esperar. “Después de todo –piensa- no puede hacerse mucho más”.

30 de abril de 1961
A media mañana, el doctor Rógozov ya no alberga dudas sobre la gravedad de su situación; el diagnóstico es inequívoco: peritonitis. Su estado de salud ha empeorado durante la noche. Sus opciones de supervivencia disminuyen minuto a minuto. Se ha comunicado por radio con Mirny, la base soviética más cercana, así como con las estaciones de investigación pertenecientes a otros países. Nadie puede ayudarle. En Novolazarevskaya no tienen aeronave; de todas maneras, las condiciones climáticas hacen imposible un rescate aerotransportado. La ruta terrestre es una utopía, pues Rógozov y su equipo están a más 3.000 kilómetros del lugar habitado más cercano. Aunque está aterrorizado, el médico apela a su condición de siberiano para parecer imperturbable. Con voz queda y aparentemente tranquila, conmina a sus compañeros a ayudarle a preparar el quirófano. Ha decidido recurrir a la autocirugía.

22.00 horas del mismo día
Todo está listo para operar. Rogózov –cuyo atuendo es un híbrido entre los que usan médicos y pacientes- yace sobre una camilla, en posición reclinada y algo escorado hacia el lado izquierdo. Como la situación es incómoda cuenta para asistirle con dos voluntarios, el conductor de tractores oruga y el meteorólogo. Los otros once integrantes de la misión se bastan para cumplir con las tareas rutinarias. Con un hondo suspiro, el médico da comienzo a la intervención; se inyecta en la pared abdominal una solución de novocaína. Se trata de un anestésico local. Sabe que es fundamental que el dolor no le impida continuar, pero, al mismo tiempo, necesita contar con sus facultades plenas. Llega el momento de la verdad. Rogózov tira de bisturí y se abre el abdomen. A continuación, con ayuda de sus asistentes, introduce la mano derecha en la herida de 12 centímetro en busca del apéndice inflamado. Con la izquierda sostiene un espejo para poder ver el desaguisado; el apéndice aparece y presenta una pequeña perforación en su base.
22:30 horas
La operación continúa, pero su ritmo se ralentiza. Rogózov suda y sufre nauseas. Sus compañeros le animan, pero no pueden evitar que cada vez se sienta más débil. “No hay motivo para correr” –piensa- y decide hacer una pausa. Será la primera de muchas.
00:00 horas
Rogózov termina la auto-operación; un rojo costurón es todo los que resta sobre su abdomen. Ya solo le queda esperar. El médico siberiano ruega para que no se desate una infección que lleve a una muerte por septicemia. A pesar de todo, se duerme. Está agotado y tiene fiebre, pero se siente imbuido de una extraña sensación de alivio y triunfo.
5 de mayo de 1961
La muerte ya no ronda Novolazarevskaya. La ventisca se ha abierto como una herida, para dejar paso a una suave penumbra anegada de vida y esperanza. Por primera vez, la temperatura de Rozógov ha vuelto a la normalidad. El siberiano decide levantarse de la cama que le ha acogido los últimos días; insiste en acercarse a una de las puertas. Quiere respirar aire. A pesar de las protestas, se lo permiten, no en vano él es el médico de la estación. Apenas por una rendija, se asoma, encara la inmensidad blanca. La luz leve y crepuscular le bendice y Rozógov juega con los recuerdos de su infancia en Dauriya, su aldea natal, un lugar de espacios abiertos entre China, Rusia y Mongolia. Piensa en momentos calmos de felicidad infantil; desde el interior alguien le apremia para que vuelva a la cama. Rozógov obedece y se ayuda de un compañero. Sonríe. Su mente juega como una nutria en un arroyo y se solaza en torno a un sentimiento nuevo y renovador: victoria.
El público de los países socialistas vibró con la historia de Rogózov, veinteañero siberiano especializado en Medicina General, con apenas un apresurado entrenamiento como cirujano, que se impone a la Parca gracias a un estoicismo proverbial y a un espíritu que los propagandistas del Partido Comunista no tardaron en aprovechar. Y así es como el hijo anónimo de un héroe de la Segunda Guerra Mundial (el padre de Rozógov murió combatiendo a los alemanes en 1943), un médico del montón, recibió la Orden de la Bandera Roja del Trabajo, máxima condecoración civil del Bloque Oriental. Le imaginamos feliz el resto de su existencia. No obstante, no sabemos nada de su vida sentimental. Como profesional, Rozógov llegó a Jefe del Departamento de Cirugía del Instituto de Investigación de Neumología Tuberculosa de Leningrado/San Petersburgo. Pero la muerte no olvida a los hombres; con ella no hay victoria posible, solo treguas y aplazamientos. Así que, al fin, vino a buscar a este hombre rocoso y sereno. En aquella ocasión la triste dama se llamaba cáncer de pulmón. Sucedió un 21 de septiembre del 2000.

 
Jerri Lin Nielsen procede a hacerse la biopsia.

La historia de Rozógov pareció reeditarse en 1998. Sucedió en la Base Amundsen-Scott sita sobre el Polo Sur Geográfico. De nuevo, el invierno polar impedía toda ayuda. La única doctora de la estación, Jerri Nielsen, se notó un bulto en el pecho. Ante las sospechas de que se tratara de un tumor maligno (y tras consultar a especialistas vía e-mail), la médico se vio obligada a operarse a sí misma para obtener muestras susceptibles de análisis, cosa que hizo gracias a instrucciones de colegas suyos de EE.UU. enviadas, en tiempo real, mediante videoconferencia. El diagnóstico era acertado, pero Nielsen se mantuvo firme con una terquedad digna de una heroína. Descartado el imposible rescate, en julio, un C-141 sobrevoló la base en medio de la oscuridad y lanzó material sanitario por paracaídas. Gracias a los suministros, la doctora Nielsen pudo repetir la biopsia y, confirmado el diagnóstico, comenzar un tratamiento hormonal. Poco más podía hacerse hasta el mes de octubre, fecha en que termina el largo invierno meridional. La doctora americana aguantó hasta la primavera, momento en el que, meses antes de lo planeado, un avión Hércules aterrizó en el Polo Sur con grave riesgo y la llevó de regreso a su país para ser intervenida de urgencia.
El resto de su vida fue una pelea para ralentizar el anunciado deceso. A pesar de su heroísmo y esfuerzos, Jerri Nielsen murió debido a una metástasis cerebral en 2009. De su lucha en el Polo dejó un libro que se convirtió en superventas en su país: Ice bound: a doctor´s incredible story of survival at the south pole (publicado en España como La prisión de hielo).

Historias como las de Rogózov y Nielsen nos recuerdan que en nuestros días todavía existen “terrenos fronterizos” donde todo visitante es un pionero, y la más nimia eventualidad se puede tornar en una feroz lucha por la supervivencia. La Antártida, el Sexto Continente, es sin duda, el ejemplo más claro de territorio salvaje e inmisericorde que queda en el planeta. En sus planicies blancas, donde a menudo las temperaturas caen hasta los 60 ºC bajo cero, todavía se llevan a cabo gestas propias del más valeroso espíritu humano.

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