martes, 18 de noviembre de 2014

La tumba perdida de Alejandro Magno



¿Quién no ha soñado con momias y tumbas perdidas? Los niños en sus juegos y los adultos en sus ensoñaciones se han ataviado de sesudos arqueólogos dispuestos a desentrañar los misterios de la antigüedad. Y ninguno como el que atañe a la tumba y al cadáver de Alejandro Magno. No hay descubrimiento de tumba antigua que no sea anunciado como el posible lugar de descanso del gran general macedonio. Aunque la mayoría de estos anuncios responden a intentos de los propios arqueólogos por acaparar los titulares de los medios de comunicación. Ayer mismo, sin ir más lejos, se hizo público el descubrimiento en una necrópolis de Anfípolis (cerca de Tesalónica), de una tumba macedonia oculta, ya saqueada, que "perteneció a un guerrero macedonio importante, tal vez un héroe, y que podría tratarse de la tumba del gran conquistador". como única prueba, sin duda endeble, es la datación, ya que sería una tumba de 325-300 A. C. y el general macedonio falleció en el 323 A.C. A pesar de todo, se trata de un gran descubrimiento, pues en la tumba hay restos óseos y restos de un ataud y un mosaico; y está rodeada de un muro de mármol de 500 metros y precedida de dos esfinges. No parece, no obstante su valor, que los huesos descubiertos sirvieran en su día para sostener los músculos del más indómito guerro de la historia...
La noticia, no obstante, se engarza en una larga cadena cuyos eslabones conforman una historia, la de la búsqueda de la tumba y el cadáver del héroe, que ha deparado algunas de las aventuras más sugerentes de la historia de la Arqueología.

Las conquistas de Alejandro le llevaron desde Grecia hasta La India.


Contaba Plutarco en sus “Vidas paralelas” que Alejandro, antes de ser conocido como Magno, aseguró a su padre Filipo II (a la sazón rey de Macedonia), que era capaz de domar a un caballo que nadie había sido capaz de doblegar. Cumplió su promesa y su progenitor, emocionado, besó su cabeza y le obsequió con la consabida frase: “busca, hijo mío, un reino igual a ti, porque en Macedonia no cabes”. Pocos en la historia pueden presumir de una vida tan frenética como la del más famoso conquistador de la antigüedad, Alejandro III El Magno. A los treinta años ya se había convertido en un dios para los suyos y controlaba con mano de hierro un imperio que se extendía desde Grecia hasta India. Derrotó y subyugó a las naciones más poderosas de su tiempo y cumplió el sueño de su padre, pionero en la idea de anexionar el imperio persa aqueménida.
         La fama del general macedonio –sobre cuya figura se espera el estreno este año de un biopic fraguado por Oliver Stone- ha permanecido intacta. Tras 700 años custodiado en un mausoleo de Alejandría, el “Sema” (que era el sepulcro de los miembros de la dinastía Ptolemaica), su cadáver desapareció para siempre. Unos creen que fue destruido, otros lo sitúan en Siwa -aldea fronteriza entre Libia y Egipto- o en alguna oscura fosa enterrada en la ciudad del faro y la gran biblioteca. Las hipótesis al respecto son numerosas y muy dispares, incluso osadas. Pero ninguna como la propuesta por el historiador británico Andrew Chugg, que sostiene que la conocida tumba de San Marcos en Venecia podría contener en realidad los restos del rey macedonio. Las conclusiones de su estudio aparecieron en su libro, “La tumba perdida de Alejandro Magno”, que ha dividido a la comunidad científica.

Para muchos Alejandro es el mayor general de la historia.


 “Alejandro ha sido a menudo comparado con otros grandes generales de la historia, como Aníbal o Napoleón. Sin embargo, el Macedonio combatía en primera línea”. Estas palabras de Fernando Quesada  Sanz, profesor de Historia Antigua de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), explican la adoración que sentían los macedonios por el guerrero que les llevó al paroxismo de la conquista. Soberano ya de toda Grecia, cruzó el Helesponto –actual Dardanelos- y venció a los persas en los enfrentamientos sucesivos del Río Gránico e Issos, donde derrotó al mismísimo rey de Persia Darío III. Más tarde se desvió hacia el sur y tomó Fenicia y Egipto. En este país tuvo noticia del enorme ejército que había levantado el soberano persa en un último intento de defender su reino. Ambos líderes se enfrentaron en la llanura de Gaugamela, junto al río Tigris. De esta batalla dice Quesada Sanz: “La victoria de Alejandro fue completa. Al final, Darío era un fugitivo sin capacidad de recuperar su reino y poco después moría asesinado.” Aplastadas las esperanzas del otrora gran Imperio –que en aquella época abarcaba desde la actual Turquía hasta India occidental- Alejandro se lanzó a una febril carrera de ocupación que culminó más allá del río Indo. Cuando por fin frenó su avance –forzado por sus propios soldados, que se amotinaron- las grandes naciones de su época se hallaban bajo su soberanía.

 
Julio César peregrinó, como muchos otros jefes romanos, a la monia de Alejandro.



Pero detrás de la figura del macedonio hubo más que un militar. Destacó como paladín del Panhelenismo y fundador de ciudades a las que puso su nombre. Amante de juergas etílicas proclamó en el oasis egipcio de Siwa su condición de deidad viva. “Su genealogía le hacía entroncar con dos linajes divinos en cuya raíz estaba Zeus, el dios supremo: el de Aquiles, por parte de su madre Olimpíade; y por línea paterna, la dinastía macedonia de los Argéadas, consideraba a Heracles su antecesor divino”, comenta Manuel Bendala Galán, catedrático de Arqueología de la UAM, que explica la autodivinización de Alejandro como un “afán de elevar el poder personal al nivel de autoridad absoluta, punto de apoyo inmejorable al sueño de un imperio universal.”

En 2005 el rotativo británico “The Independet On Sunday” se hizo eco de una desconcertante noticia. Andrew Chugg, autor de numerosos estudios sobre Alejandro Magno, proponía que la tumba de San Marcos en Venecia podría contener, en realidad, lo restos, no del supuesto evangelista, sino del legendario guerrero macedonio.
Tras fallecer debido a una extraña enfermedad a los 32 años, el cadáver del militar fue trasladado a Alejandría. Allí descansó durante siglos, hasta que a fines del siglo IV D. C., se pierde su pista. De esta época data el discurso en el que San Juan Crisóstomo (347-407), obispo de Constantinopla, preguntó a sus fieles. “Decidme, ¿dónde está el “Sema” de Alejandro?. Nadie podía responderle, circunstancia que el clérigo sabía de sobras. Con su perorata solo quería mostrar la futilidad de la vida mortal, incluso para los más grandes de la historia. Pero de sus palabras se desprende que el sepulcro ya no existía.

En este mosaico Alejandro vence a Darío en la batalla de Issos.


 Según Chugg, el cadáver del guerrero fue disfrazado de San marcos para evitar su destrucción durante las insurrecciones cristianas que marcaron el triunfo del Cristianismo y que en Alejandría fueron excepcionalmente violentas. “Existe una gran posibilidad de que alguien de la jerarquía eclesiástica, incluso el propio Patriarca, decidiera hacer que los restos de Alejandro pasasen por los de San Marcos. Además, ambos cuerpos fueron momificados con lino y uno desapareció al mismo tiempo que apareció el otro”, aseguraba el historiador británico. De hecho, detalles de la vida del autor del evangelio más antiguo (el segundo según la tradición cristiana) aparecen en el Nuevo Testamento y en  Lucas (10;1) que lo muestran como discípulo de San Pablo (en realidad lo fue de San Pedro) y compañero de este en su viaje a Antiqoquía. La tradición dice que fundó la iglesia de Alejandría y que un 25 de abril (durante el reinado de Nerón para unos y de Trajano para otros) fue sometido a martirio y asesinado por los paganos, que recelaban de sus éxitos evangelizadores. Sus supuestos restos reposaron en la iglesia del Cánopo de Alejandría hasta que dos mercaderes (la leyenda sitúa la acción en el año 828) los trasladaron a Venecia, donde hoy se les rinde culto. Según Chugg la única manera de salir de dudas y desenredar el enigma, consiste en exhumar los restos que descansan en la basílica de Venecia de cara a analizar su ADN. El descubrimiento en 1977 por arqueólogos griegos de la tumba intacta de Filipo de Macedonia (donde se halló el esqueleto de este), padre de Alejandro, facilita la comparación genética y, a través de ella, la constatación o el rechazo de la hipótesis planteada por el estudioso británico. Sea como sea, como dice Bengala Galán, “si alguien reinó después de morir, ese fue Alejandro de Macedonia, eterno en su dimensión de personaje histórico y de leyenda”.

Altar mayor de la catedral de San Marcos, cuyos restos, según Chugg podrían pertenecer al gran macedonio.


Desde su muerte en Babilonia los restos del discípulo de Aristóteles permanecieron dos años en la capital conservados en miel. Después, Perdikkas, el más fiel de sus generales, organizó una fastuosa procesión para transportar los restos mortales a Aigai –actual Vergina- sepultura tradicional de los reyes de Macedonia. Ptolomeo, sátrapa de Egipto, ordenó asaltar la caravana funeraria y sepultó los restos de su antiguo líder en la antigua capital de Egipto, Menfis, que, según Curtio Rufo (autor que vivió en el siglo I A.C.) los albergó “pocos años”. Ptolomeo II, sucesor del general de Alejandro, trasladó la momia a Alejandría, donde descansó en un sarcófago de oro en el mausoleo que construyó este soberano para los restos de sus predecesores: el “Sema”. Durante siglos, la tumba fue objeto de culto y a ella llegaban gentes de muchos países para venerar al gran guerrero. Uno de los que visitó el lugar fue el geógrafo griego Estrabón (del siglo I A.C.-I D.C.),  por el que sabemos que Ptolomeo X (117-81 A. C.) sustituyó el ataud de oro por otro de “vídreo” (alabastro). Para los emperadores romanos el sepulcro del Argeada se convirtió casi en una peregrinación obligada. Julio César y Augusto –que rompió la nariz de la momia al besar su rostro- fueron los primeros en honrar al héroe y Calígula sustituyó la coraza que vestía este por la suya propia. Harto de profanaciones, Septimio Severo ordenó sellar la tumba. El último soberano de Roma en agasajar a Alejandro fue Caracalla, que, según los cronistas de la época, cubrió el cadáver con su propio manto imperial. Después se hizo un silencio en torno a este asunto que dura hasta hoy. 


Carroza y séquito con los restos de Alejandro magno.

 Nadie –que se sepa- ha vuelto a ver los restos del gran macedonio. Esto no ha impedido a los hombres buscarlo con ahínco. En su legendaria campaña de Egipto, además de la piedra de Rosetta, Napoleón se apropió de un sarcófago de piedra verde con inscripciones jeroglíficas. No obstante, se certificó más tarde su pertenencia al faraón Nectanebo II y la pieza acabó en el Museo Británico.



Restos de tumba de alabastro en Alejandría y sarcófago con la imagen de Alejandro del Museo de Estambul.


A largo del siglo XIX se sucedieron numerosos rumores de escasa credibilidad en torno a la leyenda del cadáver regio. Muchos aseguraron haberla encontrado en Alejandría. E incluso, el descubridor de Troya, Schliemann, se interesó por los huesos del macedonio. Durante el siglo pasado, arqueólogos de todo el mundo emprendieron la búsqueda del “Sema”. La colina de Kom-El-Dick y la mezquita de Nabi Danial fueron los lugares preferidos de estas aventuras arqueológicas y junto a ellas se descubrieron numerosas ruinas antiguas. Pero como dice el arqueólogo griego Harry Tzalas, “las excavaciones han contribuido a aumentar nuestro conocimiento sobre la topografía de la Alejandría antigua y medieval sin resolver el misterio de la localización de la tumba de Alejandro”.

Napoleón ante la esfinge.


En 1995, finalmente, la arqueóloga griega Liana Suvaltzi, protagonizó un incidente que tuvo repercusión mundial, al confundir el Sema con los restos de un templo en el oasis de Siwa. La fascinación por la leyenda de Alejandro no ha disminuido a pesar del tiempo transcurrido y de los escasos resultados obtenidos hasta la fecha. El último en horadar la tierra en pos del mito ha sido Zahi Hawass, secretario general del Supremo Consejo de Antigüedades de Egipto. Valerio Massimo Manfredi, autor de la serie de libros Alexandros, por su parte, protagonizó una investigación que le llevó al descubrimiento en el cementerio de Alejandría de los restos de alabastro de una antigua tumba, que bien podría ser la entrada del sema. Sus conclusiones las publicó en su libro "La tumba de Alejandro", que es además una semblanza inmejorable de toda la historia del héroe muerto y de su tumba. En el año 2000, el autor italiano opinaba: “para Zahi Hawass el descubrimiento de la tumba está cercano. Mientras tanto el misterio en torno al sepulcro continúa”. O tal vez no...


Libros de Anrew Chugg y Valerio Máximo Manfredi, muy recomendables para repasar la fascinante historia de la tumba perdida de Alejandro.

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