sábado, 22 de noviembre de 2014

La guerra de los indios invisibles





Quien más y quien menos ha oído hablar de Gerónimo y su partida de 100 guerreros chiricauas y del conflicto que mantuvieron con el ejército de los EE.UU. a fines del siglo XIX. Muchos creyeron que fue la última guerra india desde que Colón plantó los reales en La Española, en 1492; se equivocaban, porque otros pueblos han resistido al invasor después de que lo hicieran los apaches. El último de estos pueblos es el huaorani, dos de cuyos clanes, los tagaeri y taromenane resisten en las selvas del este ecuatoriano, en un extenso territorio que abarca partes del Parque Nacional Yasuní, en las provincias de Pastaza y Orellana. Son pueblos en aislamiento voluntario y atacan con sus temibles lanzas de chonta a todos aquellos que violan su territorio.




Un hombre perteneciente a los huaorani de comunidad Bameno, caza un pecarí (Foto: Miguel Gutiérrez).

En realidad, su ferocidad responde a las continuas agresiones que sufren del hombre “civilizado”. En 1987 la muerte del Obispo Alejandro Labaka -que trató de interceder entre las petroleras y los miembros de esta tribu por el bien de todos- a manos de los tagaeri atrajo la atención mundial sobre el problema. La opinión pública obligó, por fin, a implicarse al Gobierno de Ecuador, que creó las zonas protegidas para que los indígenas pudieran vivir en paz. En 1999 se crea, bajo decreto ejecutivo, la Zona Intangible dentro del Parque Nacional Yasuní. Se trata de una extensa zona donde está prohibida la entrada salvo para los huaorani de clanes pacíficos que habitan en los ríos y que, de tanto en tanto, permiten la entrada a algún turista.
Hoy la situación ha dado un vuelco para peor. Estos grupos -que suman menos de 300 personas- han sido víctimas de repetidas matanzas por parte de militares, colonos, indígenas kichwas e incluso miembros de otros clanes huaorani. En 2003, por ejemplo, un grupo mixto de colonos y huaorani asesinó a unos 30 miembros de una familia tagaeri-taromenane. Estos se vengaron el 10 de agoto de 2009, cuando mataron a lanzazos a Sandra Zabala y sus hijos Bairon y Tatiana Duche, de 16 y 11 años, en la aldea de Reyes. Casi a la vista de esta aldea situada en el límite de la selva, en la comunidad huaorani de Jagüepare, vive Tepa, la hermana del desaparecido Tagae, el jefe tagaeri que empezó la guerra. Tepa es una nonagenaria que habita desde hace décadas entre los pacíficos huaronani y ya sea integrado entre ellos, aunque muchos sospechan que todavía manetiene contacto con los intangibles. Ella me explica que en el lugar donde se fundó Reyes había un cementerio tagaeri, y que, debido a ello, estos acuden al lugar de tanto en tanto. “Cuando sucedió lo de Reyes la gente vino y me echó la culpa de todo. Me acusaron de ayudar a los tagaeri, de ser su cómplice. No era cierto. No se dan cuenta de que ellos no distinguen entre los que les matan y los inocentes. Para ellos todos somos enemigos “kowode”, <<comegente>>”.

 
Charlando con Tepa y sus nietas (foto: Miguel Gutiérrez).

Muerte bajo los árboles
Durante semanas he recorrido las aldeas de la carretera conocida como “Via Auca” que bordea la Zona Intangible y descendido en Kayak por los ríos, Shiripuno, Cononaco, Tiguino y Cuchillacu, en cuya selva se esconden los temibles “intangibles”. En las riberas de estas corrientes encuentro testimonios sobre el goteo de muertes que acoge el cogollo de la selva. En la comunidad de Ñoneno, en el Shiripuno, Manuel-Huane, un jefe huaorani de 64 años, me cuenta sus vivencias. Ha trabajado en décadas anteriores para petroleras y como maderero ilegal. En abril de 2006 llegó a un campamento de madereros situado en el río Cononaco Chico, para abastecerlo de víveres con su canoa a motor. Descubrió que lo habían saqueado; dos de los leñadores –William Angulo y Willmer Moreira- yacían heridos, alanceados entre los restos (Angulo moriría poco después). Dos años después el propio Manuel fue emboscado y herido, mientras cortaba un tronco atravesado en el río Shiripuno. “Tras sentir el lanzazo en la espalda, me tiré al agua y conseguí alcanzar la otra orilla. Mis atacantes se contentaron con saquear la canoa y no me siguieron, pues no saben nadar”. Estas experiencias y el miedo de Manuel a que los tagaeri atacaran su aldea le movió a adentrarse en la selva en su busca. Acompañado de tres guerreros huaroani más jóvenes, tras doce horas de marcha desde Ñoneno llegó a una maloca donde habitaba una familia tagaeri.

El río es la casa de las comunidades de huaorani contactados (Foto: Miguel Gutiérrez).


 “Les espiamos desde la espesura durante unas horas –relataba Manuel-. Para evitar que nos atacaran, cogí a un niño como rehén y me acerqué a parlamentar con el jefe, un hombre muy corpulento y muy bravo, barbudo y con el cabello largo hasta la cintura. Al vernos con botas de goma, ropas y escopetas, las mujeres gritaron alarmadas <<Cowode>>. Les enseñé mis orejas (Huane tiene, como otros huaroani, las orejas agujereadas) y les dije en huaroani que no somos cowode, sino de su misma raza. Que vivimos mezclados con los cowode y que ya no hay guerra entre nosotros, que pueden salir de la selva y dejar de matar”.
Como respuesta, el jefe le dijo a Huane que se fuera y no volviera nunca, o le matarían. Que no quieren salir y que atacarán a los cowode (y al resto de huaorani) “por talar los bosques, hacer ruido y por la matanza perpetrada en 2003 cerca de Mencaro”. Gracias a Huane sabemos además que los tagaeri se han fusionado con otro clan intangible, los taromenane, y que ahora forman una única e irreductible familia.


 Futuro desalentador
Pero si la situación no cambia, estas tribus pronto desaparecerán, porque el goteo de muertes continúa. El pasado 5 de marzo, los intangibles asesinaron a lanzazos a un matrimonio cerca de las aldeas de Yarentaro y Dikaron. Miembros de esta comunidad respondieron y mataron a decenas de tagaeri-taromenane en un lugar indeterminado al final de la via Repsol, como se conoce a la carretera abierta en la selva por esta petrolera. Durante la acción, los asesino llegaron a capturar, incluso, a dos niñas. Sobre el particular, el capuchino español Miguel Ángel Cabo de Villa, uno de los mayores expertos mundiales en estas tribus, denunciaba en el diario Universo: “No es serio ese lamentable espectáculo de disimulos y torpezas en autoridades de tan alto cometido. ¡El fiscal general revelando posibles envenenamientos, diciendo que de la matanza nada se sabe y, el mismo día, un muchacho huaorani confesando en la televisión: sí, mi papá ha intervenido en la matanza, ¡han matado a bastante gente! El fiscal de Coca anunciando, como para amedrentar, la convocatoria a testimonio de dirigentes huaorani y otras personas, que tuvieron el coraje de reconocer públicamente la existencia de la horrible matanza, ¡y ninguna autoridad le reclama a él por su ineficacia! ¡Pero si tiene ahí a las muchachas, si todos saben, en Yarentaro o Dikaron, quiénes intervinieron en el exterminio, ¡si la gobernadora se fotografió con ellos! El fiscal haría bien investigando en Coca –ya que los funcionarios de Justicia no se enteraron con antelación, como era su cometido– cómo se organizó la expedición mortífera, dónde y a quién compraron las armas, quiénes les ayudaron en una cosa que quizá no fue venganza tribal”.


La enorme extensión del bosque del Yasuní solamente se aprecia desde el aire (Foto: Miguel Gutiérrez).


Mientras sobrevolamos la “Zona Intangible”, Diego, piloto de la compañía Aero-Regional y el único que sobrevuela el territorio, me habla de los tagaeri-taromenane. “Antes veía con frecuencia sus chozas, junto a pequeñas huertas de yuca, pero hace tiempo que no me topo con ninguna. Algunos dicen que han hecho cabañas más pequeñas para ocultarse, otros creen que han sido exterminados por mercenarios o por guerreros huaorani pagados por los chinos”. Ahora operan en Ecuador petroleras chinas, mucho más agresivas que las occidentales. En la ciudad de Coca, los capuchinos me pintan un futuro muy negro para los invisibles. “El anterior Ministerio de Medio Ambiente de Ecuador se implicó mucho en su conservación. Pero ahora –aseguran los misioneros- han sido depuestos todos, porque los chinos están poniendo mucho dinero para montar un nuevo pozo en el bloque Armadillo, en pleno territorio Tagaeri. Los ríos ya están contaminados, y hay rumores de matanzas bajo los árboles”.
En julio de 2013 la administración ecuatoriana fallará el concurso de ofertas para nuevas prospecciones sobre más de dos millones de hectáreas en esta región. Se calcula que la zona por explorar tenga reservas para entre 369 y 1.597 millones de barriles de crudo. Desde ONGs y agrupaciones indígenas, no obstante, la contestación al proyecto es férrea. Conocen bien las consecuencias de esta explotación del combustible fósil. Desde que las petroleras empezaron a trabajar en la zona, en los años 40, el cambio ha sido traumático y de difícil vuelta atrás para colonos, intangibles y miembros de las comunidades achuar, andoa, shuar, kichwa y shiwiar. Solamente la compañía Texaco-Chevron, que explotó el subsuelo de la zona entre 1964 y 1990, causó la contaminación de amplias regiones. La economía y salud de 30.000 vecinos, indígenas y colonos, se vieron seriamente dañadas.

El Jefe de la comunidad Bonamo, Omahiue, está muy orgullloso de su nueva pista de aterrizaje (foto: Miguel Gutiérrez).


El futuro para estas gentes es desalentador. El 40% del presupuesto del Estado Ecuatoriano depende de la venta de crudo. Además el país está seriamente endeudado y necesita ampliar la producción para contentar a los acreedores, entre los que destaca una vez más China. La única esperanza para la región parte del llamado Proyecto Yasuní-ITT. Esta propuesta pretende resguardar el Parque Nacional, el de mayor biodiversidad del planeta. Para ello, la comunidad mundial se comprometería a aportar 350 millones de dólares a Gobierno Ecutoriano para dedicarlos al suministro energético y la reforestación de la zona. Cuando se elaboró el proyecto no contaban con un factor decisivo y poco halagüeño: una crisis global que no deja margen para invertir en lo único que importa. De lo que suceda este verano dependerá la supervivencia de los indígenas intangibles y de todo el parque del Yasuní.

La historia de los “Indios blancos”
Conocidos popularmente como aucas (“salvajes” en lengua quichwa), los huaorani saltaron a la palestra informativa cuando sus guerreros asesinaron a cinco misioneros americanos en 1956. Hostilidad que se recrudeció dos décadas más tarde debido a la invasión de su territorio por compañías petroleras y colonos pobres, que, de tanto en tanto, asesinan impunemente a hombres, mujeres y niños.

La fama de los últimos indígenas libres de América ha alcanzado difusión mundial e inspirado filmes como “La selva Esmeralda”, “Jugando en los campos del señor”, “El Holocausto Caníbal” o “El fin del espíritu”. Los conocemos en España gracias a magníficas crónicas que –en los años 70 y 80- firmaron periodistas como Miguel de la Quadra Salcedo y Alberto Vázquez Figueroa, que les dedica una de sus novelas, “Tierra Vírgen”.

Kaiga Bahiua me explica cómo guerrean los tagaeri con sus lanzas de chonta: "las de ellos son el doble de grandes -me asegura- porque esta es de caza y no de guerra".


Víctimas de los caníbales
Los colonos que viven en los límites de su territorio les apodan “patas coloradas”, por su costumbre de pintarse con ocre las pantorrilas; otros les dicen “indios blancos”, porque, al refugiarse bajo la espesura, hurtan sus cuerpos al sol, mostrando una palidez característica. Viven de la caza y de la pesca y de pequeños huertos donde cultivan yuca. Acostumbrados a largas marchas por la selva, su vigor es legendario. Son maestros en la preparación del mítico veneno del curare, que impregnan en dardos para cerbatana. Para pelear utilizan largas lanzas de chonta, que decoran con plumas y, recientemente, con bolsas de plástico. Se valen de la sorpresa y atacan preferiblemente por la espalda. Cuando matan, someten a sus víctimas al rito de las lanzas –en el que participan incluso niños pequeños- que consiste en dejar el cuerpo del enemigo como un alfiletero.
Hace dos siglos los huaorani eran numerosos y vivían en paz. Pero desde el advenimiento de la fiebre del caucho han sido perseguidos hasta su casi total extermino. En sus tradiciones orales ellos cuentan que los “cowode”, o “comegente” una raza de caníbales desaprensivos, les persigue sin descanso para devorarlos; es como nos llaman a los “civilizados”, que solamente les hemos deparado tristeza y muerte. 




Miguel Gutiérrez-Garitano 2012

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